La Estación de las frutas

A Lyl Súe en sus primeros meses y sus primeras frutas.

¿Qué sabores llevamos en la memoria? ¿Qué aromas nos transportan y nos llevan al mundo mágico de la infancia? ¿Qué olores perfuman los recuerdos de mi niñez? Nuestro calendario, nuestros meses, estaban impregnados, del olor y el sabor de las frutas y otros placeres que se desprendían de ellas. También estaba la época de los sábalos, esos peces que un día emigraron hacia otras aguas, y también estaban los pájaros que coloreaban el aire y el cielo en sus migraciones anuales.

Pero son los olores, los colores y sabores de las frutas los que marcaron definitivamente mi infancia. Porque con ellas también llegaron otros descubrimientos y asombros. Y es que los primeros gestos de amistad, los primeros amigos, llegaron oliendo a frutas y cargados de ellas; recuerdo que por la aldea andaba un grupo de kunitas, pequeñas bandas buscando dónde quedaban las cañas de azúcar, después del trapicheo, para rematarlas y disfrutar su jugo; otras veces se juntaban para ir al río, muchas a escondidas, para bañarse, recoger mangos y otras frutas y atrapar algún que otro cangrejo.

Pocas veces fui con ellos pues los recelos de mis padres que temían algún accidente o alguna locura de niños me impedían vivir estas aventuras, y tengo pena, ya que uno de los grupitos era comandado por uno que era mi héroe de infancia, Rafael o Nagasaki, comandante de los cayuquitos expedicionarios. Pero, un día, Nagasaki apareció en casa para escuchar las historias que contaba mi tio Fred, el cuentacuentos y poeta, y de paso me ofreció unas frutas. Desde ese día nunca faltaron amigos y frutas en casa; además hicimos un trato, yo le daba mis paquines (cómics) y cuando papá o mamá viajaban a Panamá y traían frutas “urbanas” o galletas sabía que tenía un acuerdo de caballeros con mis amiguitos.

Soñaba un día navegar con ellos, ir al río, saltar desde un enorme árbol de mango cuando pasaran las niñas lindas que iban a buscar agua; muchas veces cuando los veía pasar por el horizonte cayuqueando, imaginaba que un día sería uno de los soldados de Nagasaki.

Nunca faltaron frutas en casa y en la aldea. Los enanitos “primitivos” guindados a la entrada de las casas, el olor a piña por las calles, los mangos de todo tipo, el mamey, la guaba (maria le llamamos en kuna), que además sus pepitas nos servían de juguetes y adornos; el mamón, la caña de azúcar – para los kuna hace parte de la lista de las frutas -, las ciruelas, las ricas guanábanas, el pixbae, el aguacate y el coco omnipresente. Y esta bebida maravillosa, madun hecha de cacao y banano que era también el despertador de mi niñez, su intenso olor que invadía el aire madrugador, que me despertaba.

Los kunas saben que es importante sembrar árboles frutales en la floresta como en las huertas y fincas, porque dan sombra a los cultivos, sirven de mojones de linderos de las fincas, alimentan a las aves y a otros habitantes de la selva. Sus hojas son alimento para el suelo a veces frágil. Y es pan para los caminantes que cruzan la cordillera.

Alguien me dijo un día que el mango es la mejor fruta que hay en el mundo, porque alimenta a duendes, guardianes del bosque, a las aves de plumas multicolores y a niños de ojos marinos. Yo creo que todas las frutas son un delicioso regalo de la naturaleza.

En estos tiempos difíciles, donde el pan y las frutas faltan en la mesa y en la boca, imaginemos una ciudad sembrada de árboles frutales en cada esquina. Muchos árboles dando sombras y frutas y alimentando a sus habitantes.

¿A que frutas olerá hoy mi aldea? ¿Qué sabores seducirán hoy a las niñas y a los niños de mi Usdup? ¿Seguirá siendo la infancia la estación de las frutas y las frutas disculpa para hacer amigos? ¿Regalos que ofrecer a los amigos, como este poema de Raúl Gómez Jattin?

“...Yo tengo para ti mi buen amigo
un corazón de mango del Sinú
oloroso
genuino
amable y tierno…”

cebaldo inawinapi, hoy oliendo a frutas.