Dejando atrás el mundanal ruido…

(Jorge) Desde que era pequeño me han simpatizado las personas que se alejan de las grandes ciudades. No son muchos: la urbe nos jala, nos embruja; quedamos cual polillas girando y girando alrededor de las muchísimas lucecitas, de los tantos artificios urbanos. Y además nos da temor la aparente soledad y ser diferentes. “Robinson Crusoe”, de Defoe, “La Isla del Tesoro”, de Stevenson, ¡Qué libros éstos, leídos cuando somos niños o adolescentes!

(Cebaldo) Me encantan los viajeros, aquellos que de pronto se lanzan al mundo a cruzar otros ríos, a escuchar otras lenguas. Sencillamente a caminar por el mundo. Si, también me he preguntado qué es lo que los motiva. Encontrar amigos que tal vez no buscan, paisajes nuevos donde recostarse, instantes felices, irrepetibles; con los cinco sentidos aguzados, sin prisas. Seducidos por momentos únicos. Esas ganas de migrar, de ser nómade, de recorrer distancias; o de quedarse a vivir en otras tierras.

(Jorge) Alguna vez supe de alguien que se había “enmontañado”. Su nombre: Alexander Skutch y a sus treinta y tantos años  – corría 1941 y he pensado si acaso lo hizo por reacción a los horrores de la II guerra mundial – se fue a las montañas de San Isidro del General, al este de Costa Rica, cuando todo eso aun era selva. Había algunos colonos vecinos, con los que Skutch mantenía relación. Con su esposa, Pamela Lankaster (se casaron en 1950), y con su hijo adoptivo Edwin, vivió ahí el resto de su vida. De tanto en tanto salía. El 2004 ocho días antes de cumplir los 100 años, se murió.

 
Alexander Skutch junto a su esposa Pamela Lankaster  (Fotografía: tomada de la AFO, Association of Field Ornithologist)

Alexander Skutch junto a su esposa Pamela Lankaster
(Fotografía: tomada de la AFO, Association of Field Ornithologist)

 

 Su “finca” de 78 hectáreas, a la que llamó “Los Cusingos” que es como denominan a una especie de tucán en el país hermano, estaba y está en su mayor parte cubierta de selvas que Skutch nunca taló. Fue adquirida antes de su muerte por el Centro Científico Tropical, con el compromiso de conservarla para siempre en estado natural bajo la categoría de “Refugio de Aves Silvestres.” Hoy recibe e inspira a visitantes y naturalistas, y la sencilla vivienda de Pamela, Alexander y Edwin de puro y frugal estilo campesino tico, es mantenida tal cual como muestra de su filosofía y opción de vida.

(Cebaldo) En un viaje por mar de Puerto Obaldía a Usdup y en un barco cargado de maderas y hojas de palma weruk, aquellas con las que se techan las casas tradicionales kunas, conocí a un viajero que venía desde Minas Gerais, Brasil. Camuflada en el barco en medio de tantas palmas estaba su medio de transporte y cómplice: ¡una bicicleta!

Su meta era llegar hasta Guatemala; venia de Cartagena y ya en su cuerpo y en su memoria cargaba historias de desencuentros, algunos sustos y no pocas amistades. Ahora tenía que llegar hasta Colón y continuar pedaleando. Bamboleándonos sobre el mar compartimos unas horas: escuchando historias de su tierra, tomando soda con galletas, al final compartimos el franco deseo de reencontrarnos en algún rincón del mundo. Pero nunca más supe de Paulo, el enfermero brasileño que un día decidió pedir un año sabático y atravesar Centroamérica en bicicleta. Esto fue por allá por 1985.

Más tarde en Usdup, mi aldea, tuve otro encuentro similar. Esta vez con una pareja de franceses, Julie y David, que caminaban por el mundo y se iban quedando en territorios indígenas. Lo último que supe de ellos es que andaban por el sur del sur, cerca de la Patagonia.

(Jorge) Sí, hablamos de gente parecida pero no igual Cebaldito: tú más de los que viajan, de los que se mueven; yo de quienes se alejan de la gran ciudad y se instalan en otro lado. Pero está bien …Me dicen quienes conocieron a Skutch, que era un hombre muy viejo y muy sabio. Flaco y vegetariano. Antes de meterse en la montaña había hecho su doctorado en biología estudiando plantas –  las variedades de plátano, entre las comestibles – en Honduras, Panamá, el Perú y otros países de nuestra región. Luego se dedicó a su pasión: las aves tropicales. Sus aportes a la ornitología son reconocidos a nivel continental. Pero no todos saben que, además, el tío fue un filósofo y que en asuntos del espíritu supo también remontar vuelo y publicar varios libros.

La razón particular por la que ahora ando dando vueltas a este personaje, fue la profusión de árboles en floración que por unos días estalló a finales de la pasada estación seca en los bosques alrededor de ciudad de Panamá. Este suceso estacional, que es la “primavera” de los trópicos panameños, me trajo a la memoria a don Alexander y a su libro "El Ascenso de la Vida".  En él explica que los humanos tenemos la visión del color, que falta en numerosos otros mamíferos, seguramente porque nuestros antecesores eran  habitantes selváticos, diurnos y frugívoros. Para “ver” la comida y para “manipularla y acceder a ella”, fue necesario evolucionar hacia la visión del color y hacia el dedo gordo oponible y todo lo que éste implica.

  

 
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“Ellos tenían que buscar frutas coloridas entre el verde follaje” – escribió Skutch. ”No sólo estamos en deuda con las plantas que florecen en especial los árboles por constituir buena parte de la hermosura de la naturaleza, sino también porque ayudaron al mismo desarrollo de nuestra capacidad de disfrutar la belleza, e incluso a nuestra habilidad para crearla con las manos.”  

(Cebaldo) ¿Cuál habrá sido la imagen, la narrativa que fueron construyendo los primeros aventureros kunas que desde el siglo XVII comenzaron a embarcarse en barcos piratas, para conocer otras culturas, otras formas de sentir el mundo? O los vaporinos dules, quienes, después de mucho navegar, un día se bajaron en un muelle de New York y se quedaron a vivir allá y nunca más volvieron a las islas.

Corre una historia por las aldeas, que ya forma parte de la memoria marina, sobre un kuna marinero y aventurero que un día, por los años ‘40, se embarcó en un carguero holandés. Cada tanto enviaba noticias desde Filipinas o Madagascar, de Mali o de Chipre. El dule errante. Nunca volvió a la Comarca para contar sus viajes y sus aventuras. Pero seguro que les contó a sus nuevos amigos – los dogones de Mali, o los tuaregs del Sahara, o los marineros del puerto de Rotterdam – historias de la aldea donde creció y de la “Casa Grande”, la Omaketnega, donde nunca lo olvidaron. Nadie sabe si todavía vive o si está “sembrado” en algún cementerio de Rotterdam, o en alguna aldea costera en Malasia. O si, como en el poema de Neruda, “una noche se acostó con la muerte en el lecho del mar…”

(Jorge) Fíjate que no conocí personalmente a Alexander Skutch, Cebaldo. Pero hice el intento. Esperaba que asistiese a un congreso mundial de conservación de la naturaleza que se celebró en Costa Rica a finales de los ´80, al cual pude ir. Pensaba pues que alguien como él tenía que estar presente en un evento así. Al no verlo llegar, ya al segundo día, pregunté a un colega local. “No, don Alexander no participa en estas cosas” me contestó. Creo que fue una de las mayores lecciones que he recibido del enmontañado.

(Cebaldo) Y son,  muchas veces, los viajes y el ir a vivir a otras tierras, terapias para curas íntimas. Así cuentan de Bruce Chatwin, el escritor inglés de viajes y viajero él mismo. Chatwin justificaba sus escapadas al desierto con el argumento de que como trabajaba duro en la galería de arte que tenía en Londres, labor que le exigía una gran atención a los detalles, a los pormenores y que lo que lo dejaba medio ciego, precisaba de “largos horizontes” para volver a sentirse más libre y regenerar su visión: ¡Una terapia pues!

¿O será que viajamos para encontrarnos con nosotros mismos? Quizás, como dice Javier Moro, “los viajes son una metáfora, una réplica terrenal del único viaje que de verdad importa: el viaje interior.”

(Jorge) ¿Dónde andará ahora que se murió, Skutch, el ornitólogo-filosofo? Quién sabe: en otra montaña de algún otro planeta, en una playa estelar poco visitada... “Una criatura puede contribuir a la riqueza total del Cosmos con solo disfrutar de su vida; o contribuyendo al gozo de otros” … es otra cita textual de “El Ascenso de la Vida.” Este legado suyo, preciso y condensado, me parece genial. ¿No te parece que incluso sublime, hermano? Me he preguntado en qué momento habrá sentipensado y transcrito esta reflexión. ¿En la terraza de su casa en la montaña y al amanecer? ¿En una noche de luna llena aullando con los coyotes (que en esos años ya había llegado a Costa Rica y hoy se distribuyen hasta el Darién)?...  

¡Vaya genialidad la suya, don Alexander!

Hay que repetirla:

“Una criatura puede contribuir a la riqueza total del Cosmos
con solo disfrutar de su vida; o contribuyendo al gozo de otros”

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